Muchas veces viendo como está el mundo me pregunto si realmente la humanidad está llegando a su fin. Y no me refiero a la humanidad como genero humano sino ese sentimiento que hace que nos pongamos en la piel del otro, que podamos empatizar con la necesidad humana de sentirse amado, aceptado, correspondido en la lucha y la alegría que implica vivir.
Es como un cuento, dirán muchos, que la gente está despertando. Es como si después de mucho tiempo de mirarnos el ombligo ahora comenzamos a mirar rostros, con nombres y apellidos, a leer expresiones, a extender la mano a quien realmente lo necesita. No es algo nuevo, siempre hubo quién miró por los demás, pero ahora el mundo está cambiando, las barbaries ya no se ocultan, cada día son más los afectados por la injusticias de un mundo proclive al descaro y la inmunidad de algunos que se creen los amos del planeta.
Esto crea indignación, tristeza, impotencia pero también un deseo de lucha por mejorar desde dentro lo que ocurre fuera. Es así como se genera una ola de liberalidad, en la que los demás dejan de ser extraños y pasan a ser el prójimo, porque sencillamente le ocurren las mismas cosas, con las que nos sentimos identificados. Si realmente hay un plan desestabilizador de la sociedad, está fracasando.